martes, 28 de julio de 2009

EN LA TRINCHERA

Hola, hoy quiero compartir con vosotros un breve relato que escribí hace ya tiempo. Espero que os guste. UN ABRAZO.

Vicente Calatayud



EN LA TRINCHERA




Una trinchera no es un buen lugar para dormir. Hace frío y el miedo a morir, a olvidar o a ser olvidado, atenaza los recuerdos y los transforma en verdades irreales, en ocasiones inventadas, en ocasiones encubiertas. Cuando no existen recuerdos hay que inventarlos, porque recordar es asegurarse contra la muerte. La oscuridad impone su manto y acelera nuestros corazones ante las dudas, las esperanzas y las desdichas, y se oyen canciones que algunos repiten, canciones desconocidas que la mente ha borrado para no aceptar la irracionalidad. Una canción es un recuerdo y la oscuridad invita a pensar y sentir lo que, en la mañana, se difumina entre disparos y estruendos calamitosos.

Quizás las guerras son absurdas, incluso los ejércitos; quizás previenen males mayores sacrificando la vida de algunos jóvenes cuyos nombres no importan, pero los que estábamos allí, sí teníamos un nombre y una familia, y unos recuerdos tan vivos como la esperanza de regresar a nuestros pueblos, a nuestros amigos, nuestras novias, nuestros padres… y la necesidad de volver a soñar nuestros sueños.

Posiblemente, mientras nos pudríamos en aquel foso de suciedad y podredumbre, algún político importante trataba de acordar una tregua inalcanzable con la laxitud del indiferente, con la tranquilidad del complaciente o el eclecticismo del acomodado conservador. Posiblemente, mientras lamentábamos nuestras circunstancias y uníamos nuestras fuerzas, nuestros padres luchaban en otros bandos y nuestras madres lloraban nuestra futura y cercana muerte. O, posiblemente, ya no le importáramos a nadie y nada nos importaba a nosotros, excepto mantenernos a salvo para regresar a nuestros orígenes y recoger los trofeos de la victoria o las críticas del fracaso…

Aquella noche, de un frío febrero, Alberto, un pobre chico sin familia, un olvidado, lloraba sin parar enervando nuestros nervios y rompiendo nuestros huidizos sueños. Me acerqué a él con la intención de hacerle callar, no por él mismo, sino para no provocar la ira de los demás atrincherados… y conseguí regalarle una esperanza, algo por lo que sentirse vivo y agradecido por ello. Escuché sus penurias, nada nuevo, nada especial, pero cada uno procede de un padre y de una madre, y cada uno llora por lo que cree… o por lo que ha dejado de creer. Era como cualquiera de nosotros, pero con la moral muy baja y los sentimientos furtivos. Trataba de hacerle ver lo positivo, si es que había algo en nuestro mundo reducido a aquel estrecho pasillo, y le contaba infaustas mentiras acerca de mi vida. Le contaba historias mutilando los detalles innecesarios e inventando los razonables, y se me ocurrió venderle el amor de una hermana inexistente, ansiosa de miradas sinceras y de tácitos besos. Así, poco a poco, su ilusión crecía cada noche cuando me acercaba a él para contarle nuevas falacias entre los secos disparos de algún nocturno francotirador.

Ya no lloraba con tanta asiduidad, pero su moral todavía estaba lejos de la norma general, y mi hermana ya formaba parte de su vida, como su propia alma de su cuerpo. Mi imaginación me hacía sentirme indecente y sucio, pero mi pecaminosa indecencia se legitimaba ante el derecho de los demás a malvivir sus circunstancias en relativa paz, y me sentía perdonado y redimido sin necesidad de obligadas plegarias ni gregarias oraciones.

Durante aquel mes de febrero, podría decir que Alberto se convirtió en un apéndice de mis propias esperanzas, además fue una época bastante tranquila, de una calma alarmante que desencadenó en duras batallas en el mes de marzo. El frío nos abandonó, ¡bendita traición!, y el saludable sol calentaba las vastas mañanas. Sin querer, me convertí en un paradigma para Alberto, que me observaba en las batallas y me buscaba impaciente en las exacerbadas noches. No deseaba excederme y embriagar su ánimo, pero tampoco deseaba abatir sus sueños como el impúdico enemigo, y me encontraba en una situación forzada. Por una parte, decirle toda la verdad hubiera sido como condenarle a una muerte en vida, pues estar muerto de esperanzas es sentir un vacío irritante; pero por otra, seguir mintiéndole y crearle falsos recuerdos me retorcía el corazón en el pecho, pues ¿qué pasaría cuando todo acabara?, supongo que querría comprobar mis fariseos verdades, y aquello no me hacía sentir cómodo.

Marzo fue realmente duro. Los ataques enemigos se repetían día tras día y, hasta el momento, nos estábamos defendiendo con bastante contundencia, lo que nos hacía subir el ánimo. Tuvimos, a pesar de todo, bajas importantes; perdí dos grandes amigos en un instante, y lloré por ellos y por los suyos, y lloré de rabia e impotencia, y de orgullo. En las trincheras, la solidaridad llega a ser una forma de vida, una necesidad vital, y la amistad que se forja es absolutamente sincera porque nadie espera nada de nadie. Aquella noche era yo quien necesitaba un amigo, había perdido mi invulnerabilidad y ni siquiera mis recuerdos me ofrecían garantías. Mi conciencia, sumida en la oscuridad, debía realizar un trabajo extraordinario, casi ceremonial, para olvidar lo ocurrido. Mientras lloraba en un estrecho rincón para no ser una molestia, trataba de apagar ese fuego interno que se mete en el corazón con gran facilidad. Aquí no sirven las leyes de la vida, no hay consuelo, no hay método para olvidar, no hay momento que se olvide, no hay olvido al que recurrir, solo cabe gritar al viento, llorar y sufrir la mutilación sobrevenida. Alberto se acercó a mí, su voz era melosa y su actitud merecedora de agradecimiento. Me enjugué las lágrimas y nos abrazamos, no hicieron falta más palabras, solo una mirada fue suficiente para devolverme a la realidad.

El tiempo pasaba y llegaron las lluvias de abril, que nos trajeron un período más sosegado, aunque las condiciones de vida en aquel pasillo de tierra y lodo se endurecieron. Alberto y yo mantuvimos muchas conversaciones y compartimos esperanzas; le hablaba de mi hermana como si realmente existiera, ¡hasta yo empezaba a imaginármela! Y me dio la sensación de que se estaba enamorando, si no de ella, de lo que representaba su figura. En alguna ocasión me pidió ver alguna foto suya, pero yo me escudaba en que no le gustaba retratarse, y Alberto, pensativo, lamentaba y comprendía.

El día veinticuatro amanecimos más temprano de lo normal. Un ataque aéreo nos sorprendió súbitamente y el descontrol era absoluto. Paradójicamente era mi cumpleaños y se suponía que iba a ser un día especial, al menos lo había sido durante veinticinco años ya, pero hoy temía que la especialidad recayera en otros acontecimientos. Fueron momentos de terrible pavor, todos corríamos de parte a parte de la trinchera, sin saber qué hacer exactamente. Cogíamos los impotentes fusiles para sentirnos falsamente seguros y buscábamos, entre los muertos, alguna cara conocida. Perdí de vista a Alberto cuando explotó una bomba a unos doce metros de nuestra posición. Estaba extremadamente excitado y los gritos no me dejaban pensar más que en salir con vida de allí. ¡Qué locura, Dios mío! Era aterrador pisar los cadáveres entre el fuego y la histeria colectiva, y me subyugaba la idea de perder a Alberto, el último vínculo con mi vida, el último amigo verdadero. La sangre corría y los cuerpos se desplomaban uno tras otro; yo esperaba la bala perdida que me atravesara el pecho fulminantemente, que me permitiera desaparecer de aquel infierno, pero mi única alternativa era correr de un lado para otro buscando al fiel amigo. Gritaba su nombre con toda mi alma, pero todos gritaban y el estruendo era ensordecedor. Alberto no aparecía. La muerte dejaba caer su pálido y estremecedor manto sobre las huellas indelebles, con una arrogancia extrema y una indecencia insultante. Me encontré con Pedro, con Miguel, les pregunté por Alberto, pero para ellos no era importante aquel pobre desdichado que lloraba en un rincón de la trinchera, y me aseguraron no haberle visto tras la explosión de aquella traicionera bomba enemiga. A aquellos momentos de tensión sucedieron unos de calma cuando los aviones se alejaban en el cielo y los ruidos de las armas dejaron de sonar. Fue entonces cuando vi a Alberto. Estaba sentado con la espalda apoyada en las paredes de la trinchera, tenía las piernas abiertas y la cabeza ladeada hacia la derecha. Su cuerpo estaba cubierto de sangre y barro. Me acerqué lentamente, dos lágrimas recorrieron mis sucias mejillas y grité, con la mirada hacia el cielo: ¡nooooooo!.

Sus ojos expresaban ternura y nostalgia, los míos rabia y furia, y angustia y odio. Parecía en paz, como si, por fin, estuviera descansando, y me pareció injusta la vida… Me sentí, en cierta manera, aliviado, porque mis mentiras, mi hermana imaginaria, mis esperanzas compartidas con Alberto, nunca serían desveladas, y ya no tendría que seguir inventando recuerdos. Mientras me secaba las lágrimas, me descubrí diciéndome a mí mismo: feliz cumpleaños, Luis.

Tres meses después me licenciaron…

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